En el debate internacional sobre la universidad del siglo XXI, así como en análisis y propuestas para una más equitativa distribución social de las oportunidades de educación superior, se ha abierto paso, con el consenso de múltiples actores, la idea de considerar a la formación universitaria como un bien público.
En un plano de la discusión, impregnado por argumentos de sentido común, la conclusión es casi obvia: la formación de profesionales responde a demandas sociales, genera beneficios económicos y culturales para la sociedad en su conjunto y, además, es un derecho. Por lo tanto, no habría porqué dudar que las tareas que realizan las universidades, sean públicas o particulares, tienen un contenido social preponderante que las califica, bajo tales argumentos, como servicios de interés público o bienes públicos.
En otro nivel del debate las cosas no son tan claras. Me refiero al marco de la teoría económica neoclásica, así como al análisis de políticas públicas dentro en la perspectiva del nuevo institucionalismo. Al respecto, un punto de referencia generalmente compartido proviene de la definición de bienes públicos sistematizada por Paul Samuelson en The pure theory of public Expenditure (Review of Economics and Statistics, 1954).
El economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts estableció una doble condición teórica para definir los bienes públicos puros. En primer lugar, la ausencia de rivalidad entre consumidores, es decir que el uso del bien por alguna persona no es limitativo, en principio, de la posibilidad de consumo por cualquier otra (principio de no rivalidad). En segundo lugar, la ausencia de condiciones específicas que excluyan o delimiten, también en principio, la posibilidad de consumo individual del bien público (principio de no exclusividad).
Los bienes y servicios públicos que establecen condiciones económicas o de otra naturaleza- para su consumo en la sociedad son denominados impuros o incompletos en contraste con aquellos que satisfacen la doble condición indicada. En la perspectiva neoclásica, el Estado tiende a ofrecer bienes públicos (puros e impuros) para reparar una falla de mercado básica, aquella se produce cuando los precios no reflejan adecuadamente el valor del bien para la sociedad como un todo.
Algunos bienes, la educación es un ejemplo clásico, producen esta clase de externalidades, porque los beneficios que obtiene el colectivo social en su conjunto a partir de la existencia de un sector público educativo, justifican la cantidad de recursos fiscales que se invierten en el mismo. El beneficio social, o si se prefiere el grado de externalidad del bien público, puede ser cuantificado y cualificado. Algunos bienes públicos se consideran imprescindibles, para la supervivencia social y para el orden público, o bien estratégicos bajo determinadas orientaciones de política pública. A éstos últimos suele denominarse, según la definición de Musgrave, bienes preferentes o merit goods.
La distribución concreta de los bienes públicos, a través del ejercicio presupuestal del gobierno, enfrenta dos clases de problemas. El primero tiene que ver con la costeabilidad de los bienes y servicios públicos objeto de distribución. Los dilemas se presentan, evidentemente, en el plano de la decisión acerca de cuanto invertir en cada uno de los capítulos de gasto incluidos en el presupuesto, para alcanzar, primero, objetivos de universalidad de acceso y equidad de consumo y, segundo, objetivos de calidad acordes con las preferencias de los consumidores. Como en el presupuesto público compiten entre sí los renglones de gasto, el problema de la costeabilidad no es sólo ni principalmente económico, sino que se deriva de la capacidad de los grupos de interés para hacer prevalecer prioridades o preferencias.
Un segundo orden de problemas proviene de los potenciales efectos de distorsión que se producen en la hipótesis de masificar los bienes o servicios públicos. En nuestro caso, el loable propósito de convertir a la oferta pública de educación superior en un bien público de acceso universal, enfrenta la posibilidad de minimizar los efectos de movilidad que suelen adjudicarse a la formación profesional. El tema no es trivial si se examinan algunas tendencias contemporáneas del mercado laboral de las profesiones.
Otro orden de discusión se deriva de la consideración de las externalidades de la educación superior como inversión pública. La teoría del capital humano se ha ocupado del tema en una doble dimensión: ¿hasta qué punto el gasto privado genera beneficios al inversionista individual? y ¿hasta qué punto el gasto público en el segmento se refleja en una mayor productividad y mejores condiciones de empleo de la fuerza laboral? En ambos casos, la evidencia empírica es condicional: el grado de retorno individual y social depende de un complejo conjunto de condiciones mico y macroeconómica, algunas estructurales y otras coyunturales.
Por otra parte, conviene considerar que la oferta educativa superior es generalmente suministrada por el sector público y por el sector privado, en fórmulas mixtas de distinto balance y bajo condiciones igualmente diferenciadas. Si la educación superior es concebida como un bien público, parece razonable el argumento de los proveedores privados de recibir contribuciones fiscales por el hecho de participar en ese mercado.
Como podemos ver, son varios los aspectos a profundizar. La próxima semana nos internaremos en algunos de ellos.