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La polémica Sierra-Limantour en torno de la Universidad Nacional
Roberto Rodríguez Gómez
Campus Milenio Núm 386 [2010-09-23]
 

Abril de 1910. Los preparativos para establecer la Universidad de México avanzan a paso firme. Justo Sierra se ha comprometido a que el próximo septiembre, en el marco de las celebraciones del Centenario, se inaugure la nueva institución. Han pasado casi treinta años desde que el impulsor del proyecto, entonces diputado federal, entregara a la Cámara Baja un proyecto de ley constitutiva. Aquella iniciativa, la del 7 de abril de 1881, aunque iba respaldada por varias legislaturas estatales (Aguascalientes, Jalisco, Puebla y Veracruz), ni siquiera fue dictaminada por las comisiones del Congreso.

Pero este Justo Sierra es otro. Ha transitado en cargos de los poderes Legislativo y Judicial, ejercido tareas docentes, forjado obra de historiador y consolidado una trayectoria a la par intelectual y política. Lleva diez años instalado en el gabinete porfiriano, primero como subsecretario de Instrucción (1901-1905), luego como primer titular de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes (1905-1911) creada a sus instancias. Ideológicamente se mantiene en la línea liberal, aunque en la vertiente que él y sus correligionarios, los de la Unión Liberal, llamaban “liberalismo conservador”. Los nuevos liberales, los “científicos”, defienden el reforzamiento del orden como condición de la libertad. Sostienen la necesidad de un Estado moderno, con fuerza y control suficientes para impulsar el progreso.

En el ministerio educativo, Sierra ha impulsado innovaciones de relieve: la reforma pedagógica de la primaria y las normales, la autonomía de las escuelas de párvulos, la reforma de la Nacional Preparatoria y la revisión de los planes y programas de las escuelas superiores, entre otras. En el tintero quedarán varias más, entre las cuales destaca el plan para “federalizar” —que entonces quería decir coordinar centralmente, dirigir o unificar— los servicios educativos del país, así como la idea de articular una suerte de red de universidades regionales.

Don Justo ha preparado con esmero el proyecto universitario y la correspondiente iniciativa de ley. En 1903 encargó a su mano derecha, Ezequiel A. Chávez, auxiliado por algunos becarios, que visitara universidades estadunidenses y europeas para acopiar información sobre modelos educativos y estructuras de organización. En tanto, el ministro se encargaría de la operación política interna: sumar al proyecto a los directivos y comunidades de las escuelas nacionales de Medicina, Jurisprudencia, Ingeniería, Bellas Artes y la Nacional Preparatoria. En el seno del Consejo Superior de Educación Pública, órgano consultivo de la Secretaría, establecido en 1902 en reemplazo de la anterior Junta Directiva de Instrucción Pública, varias veces se ventiló la idea de reestablecer la universidad mexicana, así como la propuesta de fundar la Escuela Nacional de Altos Estudios, dedicada a coordinar la investigación científica del país e iniciar la formación del posgrado.

En enero de 1910, entrega Sierra al Consejo un proyecto de ley constitutiva para que una comisión especial, integrada por los directores de las escuelas profesionales involucradas, lo dictamine y luego el pleno emita comentarios. Pocas de las recomendaciones del Consejo harían mella en el proyecto, ninguna de fondo. Pero su deliberación en la instancia cumplió el propósito de legitimar la propuesta con los directivos y autoridades del ramo. La iniciativa había pasado también el tamiz de la Presidencia y de la Secretaría de Gobernación, cuyo titular, el controvertido vicepresidente Ramón Corral, emitió algunas observaciones.

El proyecto contaba con la simpatía presidencial. Sobre todo porque Sierra argumentaba ante el dictador su importancia como medio para prestigiar internacionalmente la obra educativa del régimen. ¿Estaría el gobierno mexicano a la altura de sus interlocutores internacionales si no contara con, al menos, una universidad de peso?

Pero faltaba un punto de vista, uno muy importante, casi de visto bueno: el del señor de los dineros en el staff de don Porfirio, José Yves Limantour. Este personaje se incorporó al gabinete de Díaz en 1893 al frente de la Secretaría de Hacienda, cargo en el cual permanecería hasta el final del porfiriato. Gracias a su eficaz manejo de la hacienda pública, Limantour contaba con la plena confianza del presidente. El poder de José Yves era considerable, se había dado el lujo de rechazar la Vicepresidencia cuando se la ofreció Díaz. Naturalmente, cualquier proyecto que implicara una erogación importante debía pasar ante la vista del ministro.

Por cierto, Limantour y Sierra eran amigos. Habían participado juntos en la campaña reeleccionista de 1892 y se apoyaban mutuamente en sus trabajos ministeriales. Es razonable pensar que al someter Sierra el proyecto universitario a la lectura de Limantour le interesarían dos cosas: la apreciación del secretario de Hacienda de los aspectos administrativos de la norma, pero también la opinión de un colega que respetaba personal e intelectualmente.

Aspectos de la polémica

Luego de un telegráfico intercambio de notas (del 15 al 21 de abril), en el cual Sierra insiste en la urgencia de contar con las observaciones de Limantour a la iniciativa, el titular de Hacienda finalmente remite al de Instrucción sus notas el viernes 22 de abril de 1910. Algunas observaciones son de forma, pero la mayoría aborda aspectos de fondo y trascendencia. Sierra responde puntualmente a cada comentario en carta réplica del 25 de abril. Al día siguiente el ministro entrega y presenta al Congreso la iniciativa de ley, ya con las observaciones de Limantour resueltas. No obstante, el intercambio epistolar se cierra con una breve misiva de Limantour (28 de abril) en que comenta las soluciones adoptadas por Sierra.

El intercambio epistolar muestra cómo Sierra acepta algunas observaciones de Limantour, otras las rechaza ofreciendo razones. Algunos puntos más ni los acepta ni rechaza, sino que encuentra una solución intermedia y conciliadora. Veamos en seguida los temas tratados, los argumentos de la polémica y sus resultados.

¿Preparatoria en la Universidad?

Sobre este punto Limantour piensa que no, que no conviene. Por dos razones. La primera es que “ninguna de las materias que en ella se enseñan, con la extensión y método que deben ser peculiares de dicha Escuela, pueden formar parte de los estudios propiamente universitarios.” La segunda razón apunta a un problema de gobernabilidad. Con el tiempo —hacer ver Limantour—, la “enseñanza preparatoria tendrá que darse no en uno sino en dos o más planteles, y entonces ¿formarán parte del Consejo Universitario los directores y profesores de las diversas Escuelas Preparatorias?

Replica Sierra, claro y directo, también elocuente y retórico: “no aceptaré, naturalmente, la observación que se refiere a la Preparatoria; en la comisión del Consejo de educación y en el Consejo mismo se discutió el asunto hasta la saciedad (…). Nuestra Universidad, mi querido amigo, no está obligada a seguir palmo a palmo las otras: nuestra tarea ha sido ecléctica y en ciertos puntos (…) enteramente original (…). Nuestra Preparatoria debe formar parte de nuestra Universidad porque es un instituto sui géneris; nadie lo sabe mejor que usted. Las disciplinas en que allí se educa el espíritu están coordinadas en una disciplina general que constituye el método científico, que es precisamente indispensable para fijar las ciencias concretas y especiales, que a su vez constituyen lo que nosotros llamamos escuelas profesionales, y porque ese método es indispensable instrumento para la investigación científica a la que está expresamente destinada la Escuela de Altos Estudios. Si pues, forma parte necesaria de nuestras escuelas universitarias; si aunque en ella no se hagan estudios superiores, estos estudios no podrían hacerse sin ellos; si la noción clara del método científico que en ella se adquiere es como el que más un estudio universitario, ¿por qué no iba a formar parte de la Universidad que es la principal interesada en vigilar y regir a lo que constituye su base? (…) porque una de dos o la Universidad gobierna a la Preparatoria directamente o el Ministerio; si lo segundo ya se figura usted la cantidad de enredos, líos y conflictos que se armaría”.

A la segunda objeción de Limantour, su preocupación porque el crecimiento de la preparatoria implique un problema para el gobierno universitario, Sierra simplemente replica: “si hubiese algún día (dentro de veinte años) necesidad de duplicar o triplicar la Preparatoria, no veo por qué perdería ésta la unidad de dirección, al contrario, sería necesario conservársela. Veinte medios habría para obviar estos inconvenientes ajenos, que se resuelvan en su día”.

Dos anotaciones pueden servir para contextualizar las preocupaciones de Limantour sobre la Nacional Preparatoria. Primera, que, desde la reestructura practicada por Gabino Barreda en 1867, ésta comprendía el ciclo completo de los estudios secundarios, no sólo el bachillerato propedéutico. Segunda, consecuencia de lo anterior, que a esas alturas la ENP era la escuela individual más grande del país. Para 1910 la matrícula preparatoriana —más de un millar de alumnos— representaba el doble de la población escolar del conjunto de las escuelas profesionales. Todo llevaba a pensar, como lo habría entendido Limantour, que la mayor presión de crecimiento para la estructura universitaria ocurriría justamente en esa zona. El proyecto de Sierra preveía que el Consejo Universitario incluyera a los directores de las escuelas reunidas en la universidad y a representantes de profesores y estudiantes. Por ello, la solución estaba a la vista: si se multiplicase el número de escuelas preparatorias adscritas a la Uuniversidad, bastaría con mantener la unidad orgánica de esa institución: una sola Escuela Nacional Preparatoria con tantos planteles como fuera necesario.

Finalmente, en la tercera carta en esta correspondencia, la del 28 de abril, el secretario de Hacienda se limita a deslindarse: “en el (punto) de la inclusión de la Preparatoria, me rindo, no por convencimiento de que es bueno lo que Uds. proponen, sino porque no veo inconveniente mayor en que se lleve a efecto.”

¿Uno o dos rectores?

La iniciativa desarrollada en la secretaría, avalada ya por el Consejo Superior de Educación Pública, establecía dos figuras de mando superior. El secretario del ramo en calidad de “rector nato”, y un “rector efectivo” como principal autoridad unipersonal de la universidad. Para Limantour la existencia formal de dos rectores era poco clara: “la distinción entre Rector nato y Rector efectivo, tiene graves inconvenientes en la práctica por las confusiones a que puede dar lugar, siendo muy difícil que en todas circunstancias y por todo el mundo se precise a cuál de los rectores se hace referencia. Preferiría yo que el secretario de Instrucción Pública no llevase el nombre de Rector de la Universidad, sino el de Jefe de la Universidad, Gran maestro o cualquier otro”.

Además, Limantour objeta que en el proyecto la designación del rector efectivo proceda, como lo anticipa el proyecto, por medio de nombramiento directo del presidente de la república. El secretario de Hacienda propone, como alternativa, un procedimiento en dos pasos: “¿no sería mejor que el nombramiento de Rector se hiciese por el presidente de la República, escogiendo al titular entre los propuestos en terna por el Consejo Universitario?”.

Sierra concede razón a su interlocutor en el primer aspecto, pero no en la segunda observación. Replica preguntando: “¿le parecería a usted que dejásemos al ministro el nombre de Jefe de la Universidad sin marcar sus atribuciones y dejemos al otro el nombre de Rector?”. Sobre la designación de rector por la fórmula de nombramiento presidencial directo, Sierra contraargumenta: “no me parece lo de la terna para el nombramiento de rector efectivo; sería esto mucho más expuesto a colisiones (…)”.

Calculaba Sierra, con razón, que la composición que la iniciativa contemplaba para integrar el Consejo Universitario daba mayoría al conjunto de profesores y estudiantes (dos profesores y un alumno por cada escuela) ante el grupo de autoridades (el director de cada escuela, el rector, y el director de Educación Primaria). Por ello, ante el delicado proceso de nombramiento de rector, no era impensable que “coaliciones” de maestros y estudiantes acabaran imponiendo los candidatos de la terna que proponía Limantour.

¿Representación estudiantil en el gobierno universitario?

El proyecto, ya se indicó, consideraba una representación estudiantil en el órgano colegiado de autoridad. La idea ya había sido cuestionada por los miembros de la Comisión, por el presidente y por el vicepresidente Ramón Corral; pero Justo Sierra se aferraba a ella. Limantour opinaría igual que los demás funcionarios al señalar: “mi opinión es enteramente contraria a que formen parte del Consejo Universitario los alumnos de las escuelas. No creo que exista cosa semejante en ninguna Universidad del mundo (…) En cambio, deberían formar parte del Consejo Universitario algunos miembros de la Universidad que el ministerio creyere conveniente designar al efecto. El número de estos consejeros tendría naturalmente que ser limitado para que no llegue el caso de que tengan mayor voto que el de los consejeros ex-oficio”.

Sierra acepta la segunda sugerencia que, por lo demás, le parece muy correcta. Pero sobre la representación estudiantil aún se resiste. Muy a su estilo, formulando preguntas retóricas para expresar opiniones, replica a Limantour: “¿por qué ha de ser subversivo dar a un elemento esencial de la vida universitaria una voz en el Consejo, como cuando nacieron las universidades, formando verdaderas repúblicas democráticas dentro del Estado, en la época en que eran gremios de maestros y profesores?”. Buena pregunta, pero Sierra acaba concediendo, al menos en parte: “¿admitiría usted la intervención parcial de los alumnos, si éstos no tuvieran más que voz y no voto?”.

En la réplica final, todavía insistirá Limantour: “carece de objeto detenerme a combatir su pensamiento de que los alumnos formen parte del Consejo Universitario (…), pero contestando a su pregunta, que si admitiría la intervención parcial de los alumnos, dejándoles voz, pero quitándoles el voto, no vacilo en decir a usted que ni voz creo yo que deba dárseles, al menos como miembros del Consejo Universitario”.

Al cabo, la regla de participación estudiantil en el Consejo subsistió, aunque muy acotada: “los consejeros alumnos sólo podrán asistir á las sesiones del Consejo, cuando se vaya a tratar en ellas los puntos comprendidos en la primera división del artículo siguiente, y en ningún caso tendrán más que voz informativa” (artículo 7). La fracción indicada se refiere a la atribución del órgano colegiado de proponer a la secretaría reformas de orden académico (modificación de planes y programas, métodos de estudio y pruebas). Para el resto de las funciones del Consejo se omitiría incluso la voz de los estudiantes. Subsidio y rendición de cuentas

Uno de los aspectos menos desarrollados en la polémica, porque los corresponsales se pusieron de acuerdo en él, se refiere al mecanismo de rendición de cuentas que debía asumir la universidad respecto del subsidio gubernamental. La propuesta original se limitaba a indicar que la institución informaría, mediante la Secretaría, el uso y destino de los fondos públicos asignados. Al respecto, Limantour precisa que “debe fijarse la manera de revisar y glosar las cuentas. La Contaduría Mayor de Hacienda o una oficina que designe la Secretaría de Hacienda podrán servir al objeto”. Es decir, supervisión directa de Hacienda sobre el gasto.

Para entender la recomendación de Limantour debe tenerse presente que en 1904 el Congreso había aprobado una nueva ley orgánica de la Contaduría Mayor de Hacienda. En ésta, además de fijar al organismo la tarea de auxiliar a la Cámara de Diputados en el control del presupuesto federal, establece obligaciones precisas de registro y comprobación de gastos de parte de las dependencias del Ejecutivo federal. Así las cosas, Sierra no tenía otra que acceder a la recomendación de Limantour. No deja, sin embargo, de proponer una vía original: “propondremos una comisión de glosa, formada por empleados de Hacienda, nombrada y remunerada por el Consejo.”

Todavía replica Limantour sobre el punto: “la glosa de cuentas es, en mi concepto, absolutamente indispensable: primero porque es un principio de buena administración, y segundo, porque tratándose de los fondos del Gobierno (…) no veo cómo pudiera eludirse la glosa oficial”.

Pues no, aunque Sierra hizo todavía un último intento de relativizar la obligación, al enmendar la iniciativa de ley con el texto “el Consejo podrá nombrar una comisión revisora y de glosa de las cuentas de la comisión administradora, formada por empleados de Hacienda o de la Contaduría Mayor (…)”. De los pocos, muy pocos textos que fueron modificados por los legisladores en el dictamen de la iniciativa estuvo precisamente éste. Los diputados cambiaron el “podrá nombrar” por un imperativo “nombrará”. Balance

Parte de la historiografía contemporánea sobre la Universidad Nacional regatea al proyecto universitario de Sierra el carácter de instancia fundacional de la moderna universidad mexicana. Atenidos sólo a los hechos lleva algo de razón esa tesis. Como tal, la institución concebida por el ministro de Instrucción duró apenas la víspera. El movimiento revolucionario trastocó, naturalmente, la opción de institucionalizar las formas operativas previstas. En 1914, al triunfo de los constitucionalistas, el presidente Carranza decretó la derogación de los artículos 3, 5, 7, 8, 11 y 12 de la ley constitutiva, es decir, todos los referidos al funcionamiento del Consejo Universitario y a las atribuciones del rector. La universidad no contaría con una Ley Orgánica renovada sino hasta 1929, en el marco de la autonomía autorizada por el presidente Emilio Portes Gil.

Sin embargo, una historia de las ideas no dudaría en atribuir al diseño tramado por Sierra y colaboradores un papel de primera magnitud. La universidad pública mexicana, desde luego la UNAM pero también las autónomas de los estados, han seguido, con sus matices, ideas presentes en el programa sierrista, que entonces eran francas innovaciones en el panorama nacional. Por ejemplo, la idea de articular institucionalmente las funciones de educación superior, investigación científica y extensión universitaria. Por ejemplo, la idea de gobernar la institución universitaria a partir de la articulación de un órgano de gobierno colegiado (el Consejo Universitario) y otro unipersonal (el rector). También la iniciativa de integrar al gobierno universitario una representación de estudiantes, la de establecer un patronato para el manejo de los ingresos propios de la institución, así como una instancia de relación administrativa con el Ejecutivo para efectos de rendición pública de cuentas. No menos trascendente la iniciativa de fijar términos para el ingreso, promoción y permanencia del plantel académico, y las distintas figuras previstas para el profesorado universitario. Antes del proyecto de Sierra nada de eso existía en nuestro medio y, a decir verdad, pasarían décadas antes que tales propuestas se afirmaran en la realidad de las instituciones universitarias del país. Por ello, por su diseño institucional y su visión de largo plazo, el proyecto de 1910 representa el cimiento de la universidad mexicana del siglo XX.

Sierra pensó la universidad como una institución clave para la modernización y el desarrollo del país por medio de la formación de cuadro profesionales y mediante el impulso a la investigación científica pura y aplicada. Pensó también que la universidad irradiaría una especie de energía espiritual para fortalecer el proceso civilizatorio de la nación. Estas ideas fuerza siguen, sin duda alguna, estando presentes entre nosotros.

Nota documental

La correspondencia Sierra-Limantour citada en el presente ensayo proviene del grupo documental incluido en el volumen XIV (Epistolario y papeles privados) de las Obras completas de Justo Sierra, México, UNAM, segunda edición (1977).

Otros documentos de referencia:

1. El proyecto universitario de 1881.
1.1. “La Universidad Nacional (proyecto de creación).” El Centinela Español, México, 10 de febrero de 1881. Se reproduce en: Obras completas, vol. VIII (La educación nacional), pp. 65-69.
1.2. “Proyecto de Ley Constitutiva de la Universidad Nacional.” Diario de los debates de la Cámara de Diputados, Décima Legislatura Constitucional de la Unión, vol. II, México, 1881, p. 289. Se reproduce en: Obras completas, vol. VIII (La educación nacional), pp. 333-337.
2. El proyecto universitario de 1910.
2.1. “Proyecto de ley constitutiva de la Universidad Nacional de México redactado por la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes después de haber recibido las opiniones del ministro de Gobernación y del ministro de Hacienda”. Inédito, se reproduce en: Obras completas, vol. XIV (Epistolario y papeles privados), pp. 431-437.
2.2 “Iniciativa para crear la Universidad. Discurso del señor ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes al presentar a la Cámara de Diputados la iniciativa para la fundación de la Universidad Nacional, el 26 de abril de 1910.” Boletín de Instrucción Pública, vol. XIV, núms. 3 y 4, mayo y junio de 1910, p. 505. Se reproduce en: Obras completas, vol. V (Discursos), pp. 417-428.
2.3 “Iniciativa de Ley de la Universidad Nacional de México, presentada por la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes a la Cámara de Diputados” (sólo la exposición de motivos). Boletín de Instrucción Pública, vol. XIV, núms. 3 y 4, mayo y junio de 1910, p. 574. Se reproduce en: Obras completas, vol. VIII (La educación nacional), pp. 413-416.
2.4 “Ley Constitutiva de la Universidad Nacional de México.” Diario Oficial, 31 de mayo de 1910, vol. CVIII, núm. 26, pp. 417-420. Se reproduce en Obras completas, vol. VIII (La educación nacional), pp.417-422.


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