El pasado 6 de septiembre la Suprema Corte de Justicia falló en contra de la controversia interpuesta por la Universidad Autónoma de Tamaulipas acerca de las facultades del Congreso para auditar sus estados contables. Con ello, el máximo tribunal confirmó la obligación de las universidades autónomas de rendir cuentas al poder legislativo. Aunque la resolución causó alguna polémica y fue recogida en titulares de prensa, la obligación del caso está claramente tipificada en normas vigentes.
Hay que decir que la postura de los rectores ha sido encontrar, junto con los legisladores, un camino apropiado para cumplir con la obligación de rendición contable impuesta por ley. Desde principios de 2001 se estableció una instancia de diálogo entre ANUIES y la Contaduría Mayor de Hacienda para tales efectos. En mayo de 2001 la Asociación propuso al Congreso la entrega de un paquete con los informes que las instituciones rinden a sus órganos colegiados y con la información financiera que se remite a la SEP. La propuesta contempla la entrega de información directamente a la Auditoría Superior de la Federación, y el compromiso de que las universidades estatales firmen convenios con las legislaturas federal y estatal para definir formas y procesos de entrega. La propuesta añade que, para las revisiones que procedan, las universidades aceptarían dos posibilidades: realizarlas a través del órgano interno de control de cada institución o realizarlas a través de un auditor externo, en coordinación con el órgano interno. La iniciativa de la ANUIES ha sido bien recibida por los diputados, aunque aún está en revisión. Casi un año después, en abril de 2002, se presentaron a la Auditoria Superior de la Federación los estados financieros de 39 instituciones de educación superior públicas, entre ellas la mayoría de las universidades autónomas.
Con la favorable disposición de los rectores para transparentar el objeto de sus recursos, y con una actitud igualmente constructiva de parte de los legisladores, la obvia tensión entre el régimen autonómico y la norma de fiscalización parecería encontrar una solución política razonable. Al menos en el ámbito federal. Pero en el plano estatal las cosas pueden no ser tan sencillas. La línea que separa entre una legítima representación del interés público y un ejercicio de poder en función de interés de grupo es muy delgada; sobre todo en ámbitos, como los congresos locales, en donde el control o la contención de instituciones públicas estratégicas, como es el caso de las universidades, representa un objeto de deseo a menudo irreprimible.
En los años sesenta y setenta se solía escuchar "autonomía no es extraterritorialidad"; expresión que buscaba justificar la presencia de las fuerzas del orden contra los movimientos estudiantiles y gremiales. En 1979, en el contexto del cincuenta aniversario de la autonomía de la Universidad Nacional, se tramitó una iniciativa para concluir en la Carta Magna el derecho a la autonomía universidad. Además de un ánimo conmemorativo, la reforma tenía como trasfondo la necesidad de responder al desafío que planteaba el sindicalismo en la realidad laboral universitaria.
Aprobada en junio de 1980, la enmienda al artículo tercero de la Constitución considera cinco atributos de la autonomía. Se reconoce la facultad y la responsabilidad de las universidades para gobernarse a sí mismas; el respeto a la libertad de cátedra e investigación; la libre determinación de planes y programas; la autonomía para fijar los términos de ingreso, promoción y permanencia del personal académico, y la autonomía para administrar su patrimonio. Este último aspecto es el que motivó la más reciente controversia. La conclusión parece ser, por ahora, que se reconoce autonomía para que las universidades determinen el objeto de sus gastos, pero no quedan exentas de rendir cuentas, ni al Poder Ejecutivo ni al Legislativo.
En un escenario de distribución del gasto social con énfasis en el esquema federalista es previsible que el subsidio a las universidades se integre en combinaciones de gasto federal decreciente y estatal creciente. En algunas universidades la proporción del subsidio estatal ya es equivalente o supera a la federal. En la lógica de rendir cuentas a quien aporta los recursos, que parece ser la "filosofía" de la fiscalización, cabe predecir cada vez mayores presiones de parte de las administraciones y congresos locales sobre el destino de los recursos asignados a las universidades, lo que probablemente implique ajustes y nuevos balances en la dinámica del poder local.
Sin embargo, están pendientes discusiones más de fondo. Debatir, por ejemplo, si el papel impulsor y coordinador del Estado con respecto a las universidades guarda equilibrio con la autonomía, o si la sobrepasa o la vulnera. Discutir, es otro ejemplo, si el régimen de relativa autonomía laboral tiene capacidad de enfrentar problemas como las pensiones y la necesaria revitalización de la planta académica. Esperar a que estos temas irrumpan en la arena política es una opción. Otra es anticiparse y concentrar en el ámbito legislativo la deliberación en torno de la autonomía hoy. En estos debates conviene recordar que las universidades son instituciones que las sociedades, no el Estado, han construido para crear y transmitir conocimientos. El papel del Estado es proteger tal bien social, es ese el sentido profundo de la autonomía.